Lucas Fernando Gómez Portillo Funes.
Gargarella forma parte del grupo de Carlos Nino, escuela que presume de base filosófica y democrática, pero que fue protagonista de una vuelta a la democracia con serias carencias constitucionales esenciales, lo cual merece una reflexión en un artículo aparte, así como un estudio profundo todavía no explorado.
El mundo de los discípulos de Nino termina por configurar una pertenencia que muestra comodidad y coincidencia con quienes sostienen visiones habitualmente retrógradas y antipopulares, y que muchas veces defienden, sin mayor empacho, los privilegios de los sectores concentrados, como el juez de la Corte Carlos Rosenkrantz.
Así, Garagarella, profundiza en una técnica de análisis constitucional que prescinde permanentemente del análisis procedimental de lo establecido en el propio texto constitucional (ver Gargareleadas I como ejemplo), haciendo primar valores no escritos, y contrarios al texto constitucional, que sostiene como supra constitucionales. En reiteradas oportunidades cuestiona tal o cual discusión parlamentaria, analizándolas como inválidas procedimentalmente, no por haber violado el trámite dispuesto en la norma constitucional, sino porque para él debería haberse seguido una discusión pública previa, que si bien no está prevista en la Constitución, tornaría nula la ley o el acto legislativo alcanzado.
Nuevamente nos encontramos ante una barbarie jurídica que llega al absurdo, pero que, otra vez lo señalamos, no es inocua en lo jurídico ni mucho menos en lo político. Nótese que el Sr. Gargarella no sólo señala que sería mejor una mayor discusión democrática de las leyes fuera del seno del Congreso, con la participación popular activa, lo cual no sólo es opinable sino que uno no podría estar más de acuerdo en muchos casos donde esa participación no conspira con la eficacia política. Lo que él plantea es que al no seguir esa técnica de discusión que él propone, y sin invocar norma constitucional alguna, esa ley deja de ser válida, lo que supondría una declaración abstracta y a todo efecto de inconstitucionalidad, a partir sólo de su opinión.
Esto entraña un cuestionamiento profundo del entramado institucional que tiene lugar a partir del funcionamiento mismo del Congreso, que tiene lógicas que, ahora si reguladas explícitamente por nuestra Constitución, son muy delicadas y merecen más respeto jurídico y comprensión política, ya que es allí donde se vuelve posible la construcción de consensos políticos sostenidos por personas reales que son elegidas por el voto popular. Puede que esto no dé el resultado que cada uno quisiera siempre, pero ayuda a construir resultados políticos efectivos, como puede ser una Ley. No pierde validez jurídica una norma por no haber seguido consultas populares previas que no están regladas en el texto constitucional.
Aquí es donde entra una segunda mecánica que suele utilizar el Sr. Gargarella para analizar aspectos trascendentales de nuestro sistema Constitucional. En este punto deja en claro su posición antidemocrática.
Suele caracterizar a las elecciones, o sea el ejercicio del voto popular, como “extorsión democrática”, deslegitimado ese complejo sistema por el cual nuestras sociedades occidentales eligen a sus representantes. Gargarella construye (o más bien ayuda a construir) un enemigo social: el político (especialmente si es nacional y popular), como un ser despreciable, que nos manipula, que se esconde atrás de un sistema electoral para obligarnos a elegir entre cosas que no nos gustan y nos hacen daño, contraponiendo un idílico sistema donde uno debería elegir representantes como si fuera un supermercado, eligiendo lo que cada uno gusta.
Su crítica llega a cuestionar, también, consultas populares para que la población se expida a favor o en contra de una norma, ya que este mecanismo no le permite a un ciudadano decir que si a un artículo y no a otro, o sea, cuestiona hasta la posibilidad misma de participación popular real. No es que haga una crítica razonable señalando los límites que todo sistema electoral tiene (y que existe desde siempre y en todo sistema) y proponga reformas o innovaciones técnicas viables y transparentes para resolver esos límites. Directamente postula que los políticos populistas manipulan a toda la población para manejar la estructura institucional, que sino fuera así sería manejada por toda la población de manera directa y organizada por osmosis, sin intervenciones políticas maliciosas de representantes inexcrupulosos.
Esta posición infantil nuevamente da cuenta de su intención, deslegitimar la política organizada, normada, institucionalizable, generando discursos de odio, en lugar de ayudar a comprender lo complejo que resulta la organización política, el arribar a consensos, administrar el siempre condicionado poder estatal, cuando este es verdaderamente contrahegemónico. Esa mirada, que no suele cuestionar con igual énfasis las decisiones que se tomaron desde el gobierno durante 2015-2019, no incluye tampoco, claro, a los factores de poder económico nacional e internacional que juegan políticamente en nuestro país de una manera determinante.
Otra cantaleta que repite es el cuestionamiento del sistema presidencialista (cuando es nacional y popular con más énfasis, claro), nuevamente denostando las decisiones estatales, deslegitimando la eficacia política, incluso cuando esta respeta todos los límites normativos, evidenciando que debería gobernar cada uno de nosotros y nosotras y ser consultados de todo lo que deba decidir un presidente. Este ridículo enfoque no sólo desconoce que cuando se debilitó el sistema presidencial, con argumentos muy similares a los que él usa actualmente, o sobrevinieron gobiernos de facto o justamente lo que escondía esa crítica era la existencia de presidentes que habían traicionado su pacto electoral, y con ello habían perdido completa legitimidad.
Propone asimismo que ese presidencialismo ceda ante un diálogo angelical entre los poderes institucionales, donde las respuestas sean resultado del diálogo y no del ejercicio de poder en el marco de las competencias constitucionalmente definidas y como resultado del voto popular, como si la política se tratara siempre de un obrar bienintencionado entre personas que buscan el bien colectivo, desconociendo los fuertes intereses cruzados y antagónicos que existen, y como si esos intereses no se reflejaran en las representaciones políticas existentes.
Su propuesta resultante de estas críticas que deslegitiman la política organizada y los mecanismos institucionales es la de postular la necesidad de avanzar en un “constitucionalismo dialógico” que exige un máximo de deliberación pública, una participación ciudadana que nunca termina de explicar, un diálogo virtuoso entre los poderes (no tanto con los poderes concentrados no estatales, habitualmente ausentes en sus análisis).
En definitiva, todas estas cuestiones que se repiten en el discurso gargareleano dan cuenta de una posición antipolítica, antijurídica y, extrañamente para un constitucionalista, habitualmente inconstitucional, pero sobre todo, profundamente simplista y antipopular.
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